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  • El calor es abrasador y soberbio. Los prados que rodean la ciudad están blanqueados de rubio. Los lejanos eucaliptos de corteza anillada, kilómetro tras kilómetro, se retuercen bajo las olas de calor y parecen derretirse como las cerdas de un cepillo para el pelo. Las colinas se vuelven de un azul empolvado y borroso. En los extremos de las calles y carreteras aparecen espejismos que parecen charcos de mica y bajíos de agua cristalina. Puntualmente a las once de cada ardiente mañana, las cigarras comienzan a taladrar el aire, a taladrarse a sí mismas también, incesante e implacablemente, hasta morir en un corto día tras siete largos años bajo tierra.