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  • Empecé a leer la novela de Harper Lee a la escasa sombra de un pino frente a la casa de mi abuela, con unos gordos beagles apretándose contra mí, pidiendo atención, ignorados. Al anochecer, seguí leyendo, primero en el sofá, con un bocadillo de mortadela en una mano, luego en mi cama, a la luz de una bombilla de 60 vatios que colgaba del techo con un cordón naranja. Cuando mi madre llegó de su trabajo de asistenta y desenchufó la lámpara de araña, repetí la historia en mi cabeza hasta que los sueños se apoderaron de ella. A la mañana siguiente me desperté con olor a galletas y volví a coger el libro.