El privilegio de abrir el primer juicio de la historia por crímenes contra la paz del mundo impone una grave responsabilidad. Los agravios que pretendemos condenar y castigar han sido tan calculados, tan malignos y tan devastadores que la civilización no puede tolerar que se ignoren, porque no puede sobrevivir a que se repitan. El hecho de que cuatro grandes naciones, enardecidas por la victoria y escocidas por la injuria, detengan la mano de la venganza y sometan voluntariamente a sus enemigos cautivos al juicio de la ley es uno de los tributos más significativos que el poder haya rendido jamás a la razón.