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  • Sólo había una luna. Esa luna familiar, amarilla y solitaria. La misma luna que flotaba silenciosamente sobre los campos de hierba de las pampas, la luna que se alzaba -un platillo brillante y redondo- sobre la superficie tranquila de los lagos, que iluminaba tranquilamente los tejados de las casas que dormían deprisa. La misma luna que traía la marea alta a la orilla, que brillaba suavemente sobre el pelaje de los animales y envolvía y protegía a los viajeros por la noche. La luna que, como creciente, afeitaba astillas del alma... o, como luna nueva, bañaba silenciosamente la tierra en su propia soledad. ESA luna.