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Un "Dios impersonal" está muy bien. Un Dios subjetivo de belleza, verdad y bondad, dentro de nuestras propias cabezas, mejor aún. Una fuerza vital sin forma que surge a través de nosotros, un vasto poder que podemos aprovechar: mejor que nada. Pero Dios mismo, vivo, tirando del otro extremo de la cuerda, quizá acercándose a una velocidad infinita, el cazador, el Rey, el esposo... eso es harina de otro costal.