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Pero el alma de África, su integridad, el pulso lento e inexorable de su vida, es propio y de un ritmo tan singular que ningún forastero, a menos que esté impregnado desde la infancia de su latido interminable y uniforme, puede esperar experimentarlo jamás, excepto como un espectador podría experimentar una danza de guerra masai sin saber nada de su música ni del significado de sus pasos.