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El ciudadano estadounidense vive en un mundo donde la fantasía es más real que la realidad, donde la imagen tiene más dignidad que su original. Apenas nos atrevemos a enfrentarnos a nuestro desconcierto, porque nuestra ambigua experiencia es tan agradablemente iridiscente, y el consuelo de creer en una realidad artificiosa es tan completamente real. Nos hemos convertido en cómplices de los grandes engaños de la época. Son los engaños que nos hacemos a nosotros mismos.