Es un hecho que quizás se mantiene demasiado en segundo plano, que las madres tienen un yo más grande que su maternidad, y que cuando sus hijos han llegado a ser más altos que ellas, y se han ido de ellas a la universidad o al mundo, hay amplios espacios de su tiempo que no se llenan rezando por sus hijos, leyendo viejas cartas, y envidiando pero bendiciendo a aquellos que se ocupan de sus botones de camisa.